A lo lejos veía una figura parada cerca de la puerta de mi casa. A primera vista, parecía ser él. Cerré los ojos y me mordí los labios por haber pensado algo tan ilógico. Crucé la calle y al llegar a la otra esquina comprobé eso que ahora no resultaba tan imposible. Era él. Estaba vestido normal, sencillo, aunque a decir verdad no le presté mucha atención a la ropa. Reparé en sus ojos, su boca, su pelo, todo me volvía totalmente loca.
– ¿Qué haces acá? – lo miré extrañada. Para ser sincera, estaba encantada de que se encuentre a tan poco pasos cerca de mí, pero sin embargo, me carcomía la duda.
Él se acercó hasta quedar enfrente mío.
– No digas ni una palabra – y me agarró de la mano. Una sensación extraña me recorrió el cuerpo, había esperado que haga eso por mucho tiempo.
– ¿Qué haces acá? – repetí.
– Te dije que no digas “ni una” – e hizo el gesto de las comillas con sus dedos – y ya dijiste tres. Necesito que me escuches – y me miró fijo. Enarqué las cejas como para preguntarle, “qué?” pero él mantenía la mirada.
– Ok, basta. Quiero saber qué pasa y qué haces acá – necesitaba que me hable, que me diga un por qué, saber que esto era real y no se trataba de ninguna broma pesada.
– Vine porque quería verte, necesitaba que hablemos – y volvió a tomar mi mano.
– Te escucho – fue lo único que respondí.
– Necesitaba decirte que me equivoqué y que lo único que quiero…
Y AHÍ CAÍ EN LA TRISTE CUENTA DE QUE ÉL NO ESTABA, Y YO YA HABÍA LLEGADO A MI CASA. SOÑAR DESPIERTA, QUÉ LINDO, PERO QUÉ TRISTE.
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