Te despertaste, te revolcaste un par de veces en la cama, bostezaste y te volviste a dormir. Volviste a despertar, dieron las 11:09 en el reloj, y te dijiste a vos misma "en 10 me levanto". No sólo pasaron 10, sino que pasaron 20, 30... Finalmente, 11:50 decidiste que era hora de dejar de revolcarse en la cama para poder levantarte.
Te vestiste, te lavaste los dientes, te cepillaste el pelo, te pusiste los aros, le sonreíste al espejo. No porque estuvieras feliz, sino porque estabas intentando descubrir cómo te veías meses atrás, cuando esa sonrisa no era forzada, sino que se producía con ganas. Ganas de reír, de soñar, de amar, de amarlo.
Buscaste en un libro un papel, te pusiste los auriculares, agarraste las llaves, cerraste la puerta y saliste a caminar. Te tomaste el colectivo, sacaste el boleto, te sentaste y viste la gente pasar.
Pensaste, cantaste para tus adentros, viste tu parada y te bajaste, sin más.
Caminaste hasta Parque Rivadavia, te sentaste en un banco y te dejaste estar.
Pasaron horas antes de que pudieras darte cuenta de que no iba a venir. De que no lo ibas a conocer. De que hoy no era tu día.
Te cansaste de esperar, te levantaste del banco, fuiste hasta la esquina y cruzaste.
Entraste al Starbucks, hiciste la cola, pediste un Cinnamon dolce latte, lo pagaste, lo agarraste y te fuiste a sentar.
Miraste la iglesia, pensaste, no podías parar de pensar. De repente, viste a un chico de espaldas, que era igual a él. Volviste a pensar. Estaba a unos 2 metros y medio, solo, con la mirada en la nada.
Repensaste, tomaste fuerzas, te levantaste, caminaste.
Bajaste las escaleras.
Nunca supiste si era él, o no lo era. Hoy encontraste en ése mismo libro, esta nota, y todavía te estas preguntando qué hubiese pasado si hubieses caminado, por el contrario, hasta la mesa. No lo supiste, no lo sabes, y no lo sabrás nunca.
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